Por la Obra del Espíritu

 

Esto queda confirmado por otro evidente hecho o verdad de la Escritura. La regeneración del corazón humano, la conversión de un pecador a Dios es la obra, no del que recibe aquel cambio, sino del Espíritu de Dios. Esto queda claro, primero porque la Biblia siempre lo atribuye al Espíritu Santo. Se dice que nacemos no de la voluntad del hombre, sino de Dios; que somos nacidos del Espíritu; que somos sujetos de la renovación del Espíritu Santo; que somos vivificados, o resucitados de entre los muertos por el Espiritu del Señor; los huesos secos viven sólo cuando el Espíritu sopla sobre ellos. Ésta es la descripción que impregna a las Escrituras de principio a fin, Segundo, la Iglesia, por tanto, en su capacidad colectiva, y cada miembro viviente de la Iglesia, reconocen esta verdad en sus oraciones en petición del poder renovador del Espíritu Santo. En los más antiguos y reconocidos credos de la Iglesia, el Espíritu es designado como zöopoion, el dador de la vida; el autor de toda vida espiritual. La soberanía involucrada en esta influencia regeneradora del Espíritu Santo queda claramente implicada en la naturaleza del poder que se ejerce. Se declara que es el gran poder de Dios; la sobrepujante grandeza de Su poder; el poder que obró en Cristo la resucitándole de entre los muertos. Se presenta como análogo al poder con el que0 se hizo ver a los ciegos, oír a los sordos, y con el que fueron limpiados los leprosos. Es bien cierto que el Espíritu ilumina, enseña, convence, persuade y, en una palabra, gobierna el alma según su naturaleza como criatura racional. Pero todo esto se relaciona con lo que se hace en el caso de los hijos de Dios después de su regeneración. La impartición de vida espiritual es una cosa; el sustento, control y abrigo de esta vida es otra. Si la Biblia nos enseña que la regeneración, o resurrección espiritual, es la obra del poder omnipotente de Dios, análogo al que ejercitó Cristo cuando dijo: «Quiero, sé limpio», entonces sigue necesariamente que la regeneración es un acto de soberania. Depende de Dios el dador de la vida, y no de los que están espiritualmente muertos, decidir quiénes son los que deben vivir, y quiénes permanecer en sus pecados. La convicción íntima del pueblo de Dios en todas las eras ha sido y es que la regeneración, o infusión de vida espiritual, es un acto del poder de Dios ejercido según Su beneplácito, y por ello es el don por el que la Iglesia ora de manera especial. Pero este hecho involucra la verdad del Agustinianismo, que sencillamente enseña que la razón por la que un hombre es regenerado y otro no, y por consiguiente uno es salvo y otro no, es el beneplácito de Dios. El tiene misericordia de quien tiene misericordia. Es cierto que Él manda a todos los hombres que busquen Su gracia, y promete que los que busquen hallarán. Pero, ¿por qué uno busca, y no el otro? ¿por qué uno queda impresionado ante la importancia de la salvación, mientras que otros permanecen indiferentes? Si es cierto que no sólo la regeneración viene de Dios, sino también todos los pensamientos rectos y propósitos justos, es de Él y no de nosotros que buscamos y hallamos Su favor.