4. La Deidad del Espíritu Santo

Acerca de esta cuestión ha habido poca disputa en la Iglesia. El Espíritu presentado en la Bíblia de manera tan prominente como poseedor de atributos divinos y ejerciendo prerrogativas divinas, que desde el siglo cuarto su verdadera divinidad nunca ha sido negada por los que admiten su personalidad.

 

1. En el Antiguo Testamento, todo lo que se dice de Jehová se dice del Espíritu de Jehová; y por ello, si este último no es una mera peráfrasis del primero, tiene necesariamente que ser divino. Las expresiones Jehová dijo, y, el Espíritu dijo, son constantemente intercambiables; y de los actos del Espíritu se dice que son las actos de Dios.

 

2. En el Nuevo Testamento, el lenguaje de Jehová es citado como el Ienguaje del Espíritu. En Is 6:9 está escrito: Jehová dijo, «Anda, y di a este pueblo», etc. Este pasaje es citado de la siguiente manera por Pablo en Hch 28:25: «Bien habló el Espíritu Santo por medio del profeta Isaías», etc. En Jeremías 31:31, 33, 34, se dice: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel»; lo cual es citado por el Apóstol en    He 10:15, diciendo: «Nos da testimonio también el Espíritu Santo, porque después de haber dicho: Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos dias, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones», etc. Así es como constantemente el lenguaje de Dios es citado como el lenguaje del Espíritu Santo. Los profetas eran los mensajeros de Dios; ellos pronunciaban sus palabras, entregaban sus mandamientos, pronunciaban sus amenazas, y anunciaban sus promesas, porque hablaban impelidos por el Espíritu Santo. Eran los órganos de Dios, porque eran órganos del Espíritu. Por ello, el Espíritu tiene que ser Dios.

 

3. En el Nuevo Testamento se prosigue con el mismo modo descriptivo. Los creyentes son el templo de Dios, porque el Espíritu mora en ellos. Ef 2:22: «Vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu». 1 Co 6: 19: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios?» En Ro 8:9, 10, se dice que la residencia de Cristo es la residencia del Espíritu de Cristo, y de esto se dice que es la residencia del Espíritu de Dios. En Hch 5:1-4 se dice de Ananías que habia mentido a Dios, por cuanto había mentido al Espíritu Santo.

 

4. Nuestro Señor y sus Apóstoles hablan constantemente del Espíritu Santo como poseedor de todas las perfecciones divinas. Cristo dice: «Todo pecado y blasfemia, será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada» (Mt 12:31). Así, el pecado imperdonable es hablar contra el Espíritu Santo. Esta no podría ser excepto si el Espíritu Santo es Dios. El Apóstol dice, en 1 Co 2: 10, 11, que el Espíritu lo conoce todo, incluso lo profundo (los más secretos propósitos) de Dios. Este conocimiento es comensurado con el conocimiento de Dios. él conoce las cosas de Dios como el espíritu de un hombre conoce las cosas de un hombre. La consciencia de Dios es la consciencia del Espíritu. El Salmista nos enseña que el Espíritu es omnipresente y en todas partes eficiente. «¿Adónde me iré lejos de tu Espíritu? ¿Y adónde huiré de tu presencia?», pregunta él          (Sal 139:7). La presencia del Espíritu es la presencia de Dios. La misma idea la expresa el profeta cuando dice: «¿Se ocultará alguno, dice Jehová, en escondrijos que yo no lo vea? ¿No lleno yo, dice Jehová, el cielo y la tierra?» (Jer 23:24).

 

5. Las obras del Espíritu son las obras de Dios. El hizo el mundo (Os 1:2). Él regenera el alma: nacer del Espíritu es nacer de Dios. Él es la fuente de todo conocimiento; el dador de la inspiración; el maestro, el guía, el santificador y el consolador de la Iglesia en todas las edades. Él da forma a nuestros cuerpos; Él formó el cuerpo de Cristo, como morada apropiada para la plenitud de la Deidad. Y Él vivificará nuestros cuerpos mortales (Ro 8: 11).

 

6. Él es por tanto presentado en las Escrituras como el objeto apropiado de adoración, no sólo en la fórmula del bautismo y en la bendición apostólica, que trae la doctrina de la Trinidad al constante recuerdo como la verdad fundamental de nuestra religión, sino también en la constante demanda de que esperemos en Él y que dependamos de Él para todo bien espiritual, y que le reverenciemos y obedezcamos como nuestro maestro y santificador divino.